Nueva Sección Efemerides: Un día como hoy, pero hace 150 años nació Henri Toulous Lautrec
El aristócrata y dibujante francés, nacido hace hoy 150 años, retrató a la perfección el ambiente bohemio francés del siglo XIX.
Henri de Toulouse Lautrec era enano, pero no nació enano.
Sufrió una desafortunada caída de un caballo cuando era un niño en la
que se fracturó los dos fémures -otras voces aseguran que fue la columna
vertebral-. Lo que sí está claro es que nunca se recuperó del todo. A
la lesión se sumaron problemas varios de calcificación que impidieron
que el joven aristócrata, de familia adinerada e irrefrenables
aspiraciones artísticas, alcanzase un desarrollo físico pleno y caminase
de forma equilibrada con ambas piernas.
«Soy feo, pero la vida es hermosa», solía decir el francés, respaldando con su discurso su prisma vital. Henri de Toulouse Lautrec era el colmo de la burguesía,
de la educación, de la formación intelectual, y sin embargo prefirió
avanzar por un camino secundario, mísero, defectuoso, asimétrico e
imperfecto. Le dio forma y pinceladas de color a un panorama turbio y
excéntrico por igual, retrató con singularidad y maestría retazos del
París más bohemio y extremo que ha existido, y se convirtió en el dibujante de las cabareteras, de los cafés-concierto, de las tabernas, los bebedores de absenta, de las busconas de Montmartre, los burdeles y las carpas de circo.
Henri de Toulouse Lautrec encontró en su desgracia un agujero donde escarbar, y en él, lo que
mejor supo hacer el resto de su vida. Empezó esbozando caballos;
caballos y bailarinas; y, más tarde, bailarinas y can-canes. Bajo los
focos de ese gran molino rojo, clonó en láminas de papel cientos de
cuerpos femeninos, calcó sus curvas, recogió toda su entrega, tan
rendidas a su enigmático talento estaban ya entonces las féminas -tanto
las caras como las baratas- de la noche parisina. Pintaba affiches, pintaba la oscuridad, pintaba los lupanares y las calles.
Pintaba juguetes rotos, encajes, piernas abiertas; un mundo que hoy, un
siglo después, 150 años después de su nacimiento, conocemos como si lo
hubiésemos vivido gracias a genios como él.
Cuando se apagaron las luces de los cabaréts más
turbios y también de los más acaudalados, su espíritu siguió vivo entre
sombras en los carteles de Henri de Toulouse Lautrec.
La fortuna del enano le permitió hacerse habitual del Mirlinton y el
Moulin Rouge, de los hipódromos, de los bailes de disfraces del Courrier
Français. Observaba todo sin perder detalle; escudriñaba y palpaba,
cataba, respiraba y se sumergía en ese ambiente compacto, apelmazado,
viciado, como solo él sabía, como solo él podía hacerlo.
A los primeros apuntes artísticos equinos de Henri de Toulouse Lautrec le siguieron colaboraciones humorísticas en las revistas L’Escaramouche, Le Mirliton y Revue Blanche.
Había bebido de los consejos de los profesores Bonnat y Cormon y
montado ya su propio estudio en el corazón de Montmartre. Su producción
superó todo calculo. Original, realista y lírica, le apuntó como
uno de los pioneros expresionistas y lo convirtió en casi una leyenda.
Como todo talento vertiginoso, no fue comprendido en el tiempo que le
tocó vivir. Desvalorizadas y subestimadas, sus litografías, sus carteles y sus acuarelas
tuvieron que hibernar durante años hasta que, en 1914, con una muestra
en París, se produjo una justa reivindicación de triunfador. Henri de Toulouse Lautrec vivió rápido, a tragos largos. Murió a los 36 años tras sufrir una parálisis. En 1952, John Huston contó su historia en la película Moulin Rouge.
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